4 de setembro de 2007

ELP Jornadas VI 10 y 11 noviembre 2007




Una de las más importantes deducciones que Freud extrajo de la primera época de su trabajo clínico con neuróticos y sobre la que edificó la primera tópica del aparato psíquico es la función del objeto perdido, núcleo de nuestro ser, corazón de la subjetividad, en torno al que gravitan las huellas de nuestra memoria deseante. Siendo el deseo, según la definición de Spinoza, la esencia misma del hombre, el descubrimiento del inconsciente hizo posible que la variedad de sus manifestaciones paradójicas comenzara a entregar su lógica en el marco simbólico que ofrece la experiencia analítica. En la transmutación que sufren las necesidades del viviente en demandas del ser hablante, se aloja la razón estructural de que el deseo, por no tener satisfacción universal, sea siempre deseo de otra cosa.
¿Qué hace posible que la falta positiva de un objeto perdido, sostén de nuestra subjetividad, consiga su auténtica condición y no se desvanezca en espejismos y extravíos? La conquista de nuestra condición deseante en la experiencia de la infancia transita por complicadas vicisitudes, enraizadas en el cuerpo y sus goces más privados pero en estrecha dependencia con las respuestas del Otro. En los avatares de la demanda y el deseo, los objetos autoeróticos consiguen sus vestiduras, adoptan la forma de señuelos. Son estas dianas imaginarias las que, desde que el hombre formula su pensamiento, se conciben como sustentos exteriores o virtuales, ofrecidos a una intencionalidad tan desdichada como evidente. Por eso la reforma del pensamiento que requiere el ejercicio del psicoanálisis exige el desmontaje de esta perspectiva imaginaria del deseo. Funciona, es el soporte de la normalización y normativización de los objetos, pero la realidad de la angustia ha hecho necesario desbrozar los distintos registros del objeto en la estructura. El objeto de los celos y la rivalidad revela que su atractivo no es intrínseco sino que su valor de intercambio y competencia depende de la subjetivación de su pérdida y de su pertenencia. El objeto complemento de la falta en ser que acusa el hablante se torna agalmático e idealizado, razón del amor y del deseo porque la pareja del fantasma puede alojarse en otro cuerpo. Pero la degradación de la vida amorosa hace patente la acción de un objeto que se sitúa más allá del narcisismo y sus encantos. Más allá de todo brillo, un objeto opaco se impuso como la razón que desbarata las razones, que puede preferirse a cualquier preferencia, que se elige más allá de toda afinidad electiva. Lacan le llamó objeto a.
El objeto a es informe, no entra en los moldes de las formas especulares, no circula en el circuito de los dones y del intercambio simbólico. Su realidad se impone más allá de todos ellos porque su función es ser la causa real del deseo en el ser hablante. De cómo este objeto anónimo alcance a ser prendido en las palabras, en el discurso más particular del viviente, depende que encuentre un nombre que puede llegar a valer más que toda filiación. Al ser alojado en un sínthoma como la solución más particular que cada quien elabora para conjugar su satisfacción más particular con la inserción en un discurso compartido con otros, impone su verdadera condición y convierte al sínthoma en el nombre de una existencia. Gracias al psicoanálisis y a la experiencia de los objetos que encuentran en ella su límite y su lógica, el sínthoma puede encontrar un uso social, eje de una nueva identificación por la que pueda proferirse: Eso es alguien como lo demuestra la experiencia del pase.
El psicoanálsis puro nos instruye sobre los distintos valores y usos de los objetos libidinales y sustenta nuestra práctica en el psicoanálisis aplicado, orientada por el saber de su variedad y sus diferencias en la estructura.
Que la anoréxica prefiera comer nada a cualquier alimento.
Que el autista prefiera una maquinita inerte a cualquier semejante.
Que la histérica renuncie al amor y a los bienes para conservar el valor de la impotencia y de la insatisfacción.
Que el obsesivo retenga el valor de la deuda y de la imagen narcisista que supone le falta al Otro frente a valiosas realizaciones.
Que el psicótico esté en la disposición de escuchar las voces y las prefiera a cualquier diálogo verdadero.
Que el toxicómano se consuma en la carencia desdeñando incluso la vida.
Que las psicosis ordinarias consigan una suplencia de la pérdida primordial porque la función paterna no acudió para humanizar la separación del objeto materno.
En todas estas figuras de la carencia y de la pérdida, la realidad de la clínica psicoanalítica ha aprendido que es en una estrategia secreta con el objeto donde el sujeto trabajosamente intenta sostener su particularidad. Y es en el reconocimiento de la función, del lugar, del valor de este objeto desconocido donde reside nuestra posibilidad de acción terapéutica. Porque el analista mismo ha devenido, en la orientación lacaniana, un objeto del que los hablantes pueden servirse para conseguir acceder a la dignidad de una solución que les hurta el consumo diario de los infinitos objetos fabricados para suturar la sed de su goce.

La Comisión científica.

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